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Porque Los Abrazos Rotos es preciosa. Nadie puede negar su belleza estética, ni la maestría de su guión, su estructura compleja y a la vez, prodigiosa; y las portentosas actuaciones de todo el reparto. Almodóvar no llega a convencerme del todo cuando se propone homenajear al noir que tanto le gusta; lo suyo es la comedia o las tragedias desgarradas, pasionales, los melodramas emocionales, las relaciones personales. Es un maestro de la emoción humana. Es un genio creando personajes. Y Los Abrazos Rotos alcanza sus puntos culminantes en esos momentos: Chicas y maletas es una maravilla, con unas Chus Lampreave, Carmen Machi, y sobre todo Rossy de Palma espectaculares, los momentos con la lectora de labios (magnífica Lola Dueñas) son de una genialidad única, marca de ese Almodóvar que juega con las distintas formas de comunicación, el poder del lenguaje y sus variante, el Almodóvar que convirtió a Míriam Díaz Aroca en traductora para sordos en Tacones Lejanos... Almodóvar nos brinda momentos inolvidables en su última película: difícil olvidar a Mateo caminando solo, intentando entrar en la clínica a ver a Diego, los cuadros de Warhol en la mansión Martel con ese bodegón inmenso presidiendo el comedor, Lena doblándose a sí misma, abandonando a Ernesto; la escena de sexo entre ambos, bajo las sábanas, muy Magritte, asfixiante, simbólica; la lágrima de Lena cayendo sobre los tomates, Mateo besando las rodillas heridas de Lena...
Pero no solo de estética vive esta maravilla: Almodóvar vuleve a demostrarnos que nadie como él para dejar hablar a sus actores. Esta película vueve a ser profusa en escenas sustentadas únicamente por sus actores, en grandes diálogos o parlamentos, que se disfrutan en extremo: Mateo explicando la anécdota del hijo de Arthur Miller, éste y Diego hablando de vampiros, sexo y donantes de sangre y, sobre todo, la gran escena de Judith confesándose en el restaurante.
Y llegamos finalmente al punto clave, las actuaciones, y más en concreto la actuación: Blanca Portillo está inmensa, convirtiéndose sin quererlo en el eje central de la película, es su culpabilidad el motor de la historia, su amor hacia Mateo, sus celos desmedidos. Y no necesita hablar (pero cuando lo hace...la película crece infinitamente): una mirada, un gesto... son más que suficientes. Es ella la que nos emociona, la que nos atrapa: verla ayudando a Mateo bajar las escaleras, o gritando su seudónimo en la playa es simplemente conmoverdo. Pero los demás no le van a la zaga: Lluís Homar está fantástico, consolidándose como un gran chico almodóvar, transmitiéndonos sus tormentos, su debilidad, su amor por Lena, una Penélope muy creíble, expresiva, contradictoria, pasional... Y José Luis Gómez sibilino, manipulador, construye su personaje a traves de unos celos enfermizos pero a la vez muy cerebrales y calculados. Increíble. No olvidarse de una breve pero estremecedora Ángela Molina cuya presencia resulta perturbadora, enigmática, y te deja con ganas de más. Y volver a nombrar a Lola Dueñas, impagable como lectora de labios, regalándonos alguno de los mejores momentos vistos en una película de Almodóvar.
Aunque si hemos de hablar de momento inolvidable, es imposible no recordar ese beso congelado en el televisor de Mateo, pixelado, difuminado...Ese beso dado por inercia, visto, cómo no, a través de una cámara, y por ello eterno, que durará para siempre, y esas manos que se acercan a la pantalla y tratan de recordarlo, de sentirlo, de alcanzar ese amor que existió y que vivirá para siempre... En la pantalla. El cine es eterno, es hermoso y perfecto, es inalcanzable y es... ficción. Gracias Pedro por volver a hacernos olvidar esto último una vez más (y van...).
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